Valientes en batallas que nadie ve
No olvido los sueños
Vuelvo a lo que no acabó
No perdí, no perdí, porque
Ser valiente no es solo cuestión de verte
- Vertusa Morla
Otra mañana en el Starbucks de Santa Fe y Callao. Perdí la cuenta de las horas que he pasado aquí el último mes. Sentada afuera en la misma mesa, con vista al jacarandá que se impone en la vereda y cubre la fachada del edificio francés frente a la Tienda de Café. Son las diez, el viento eriza los pelos de mis brazos y hace bailar las hojas del jacarandá. El sol todavía está demasiado al este como para entibiar mi piel. Escribo y borro, mientras los segundos se vuelven minutos y la hoja de mi blog continúa en blanco. Temo que las palabras no sean las adecuadas, lo suficientemente justas para expresar lo que aún no sé. Porque realmente, no lo sé. Una parte de mí ha estado intentando decirme algo desde hace semanas. Revolotea sobre mis pensamientos como un cuervo sobre un animal herido. Por eso, he decidido prestarle mis manos y dejar que aquello que necesita salir, salga. Quizás, a lo que temo es al resultado final de la continuidad de estas palabras. Como dijo Juan Sasturain, “Uno escribe para enterarse”.
Últimamente temo a casi todo lo que implique tomar acción, avanzar hacia una vida en la que soy la única responsable. Quiero, pero no hago. Sueño, pero no actúo. Cargo el miedo envuelto en un fular sobre mi pecho. Lo alimento con mi inseguridad, llora cuando me muevo, entonces lo apapacho, me inmovilizo, lo consiento. Y en esa comodidad incómoda me deshago. En el estatismo el tiempo pasa, pero nada acontece. Bien lo explica la primera Ley de Newton: “Ningún cuerpo modifica su estado de reposo si no se aplica ninguna fuerza sobre él”.
En esa lucha, entre mis dedos y mi verdad, de mis auriculares oigo la frase “Ser valiente no es cuestión de suerte”. Miro mi celular y me doy con que el repertorio aleatorio de Spotify me presenta la canción “Valiente” de Vertusa Morla. Hay quienes le llamarán casualidad, yo le llamo sincronía.
Coincido con Vertusa Morla, la valentía no es cuestión de suerte, es una elección. Es la fuerza que impulsa a la acción. Surge cuando la comodidad se vuelve tan incómoda que no queda otra opción más que zarpar del puerto de la inercia y navegar con el miedo de pasajero y las creencias limitantes soplando en contra del viento. Se elige actuar con valentía segundo a segundo, mientras se atraviesa el malestar que surge al pasar de la calma en tierra firme a la incertidumbre del océano.
Quito mis manos del teclado y me inclino hacia atrás. Las hojas del jacarandá se deslizan con el viento y la mujer sentada frente a mí permanece inserta en su libro tomando, de tanto en tanto, sorbos de café. Afuera todo está en calma, pero dentro mío tiemblan cimientos, se alzan banderas y una fuerza desconocida se subleva, quiere que oiga sus gritos de cambio. Me necesita valiente, y yo estoy jugando a la pilladita con mis miedos y a la estatua con mi inseguridad.
Me pregunto por qué tanto miedo, si de navegar por mares turbulentos conozco. Tal vez porque el mar es nuevo, porque esta vez más que una necesidad, atravesarlo es una elección, o quizás porque este, a diferencia de los otros, está repleto de navegantes, de competidores, de fríos calculadores de los avances -o retrocesos- ajenos. Quizás lo que me paraliza, más que el miedo a fracasar, a no llegar a tierra firme, sea el miedo a las miradas y dedos señaladores que se nutren de esos fracasos. Pareciera que con dar el paso no es suficiente, que sin triunfo no hay aplausos, sin éxito no hay mérito al valiente.
Titulamos como actos de valentía a aquellos relatos cargados de dificultades y desafíos que terminan en un final feliz, en un gran éxito. Del latín ‘exĭtus’, significa salida o resultado final. Todo acto de valentía parte en busca de un resultado final, pero tendemos a valorar únicamente los que lo alcanzan, más aún, los que alcanzan aquello que hemos aceptado socialmente como éxito: el que sale en pantallas y se presume en Instagram, el que se basa en aventuras extremas, logros profesionales, riqueza y viajes.
Las imágenes más corrientes de valentía involucran ese componente extra, el toque final que termina de alejar la valentía de la cotidianeidad: el éxito grandioso, el que supone un espectáculo. Lo primero que nos viene a la mente al hablar de valentía, son aquellas historias de superación y grandes hazañas que la mayoría de los mortales solo podemos imaginar. Aquellos relatos tan ajenos a nosotros que parecen más mitos que realidades. Atravesar los Andes sin recursos como lo hicieron Roberto Canessa y Nando Parrado, luchar por la conquista de Europa Occidental como Napoleón, enfrentarse a un sistema opresivo como Nelson Mandela, sortear los obstáculos del machismo de época y pilotear un avión sobre el Océano Atlántico como Amelia Earhart, cruzar caminando un cable entre la Torres Gemelas como Philippe Petit, salvar a miles de judíos durante el Holocausto como Oskar Schindler o nadar desde Cuba hasta Florida a los sesenta y cuatro años como Diana Nyad. Todos actos que nos dejan boquiabiertos, historias dignas de admiración cuyos protagonistas se ganaron el respeto de la humanidad por su coraje, voluntad y determinación. Y con justa razón. Sin embargo, si nuestra referencia de actos de valentía son estos relatos, si al título de valiente solo se lo podemos adjudicar a personajes de esta envergadura, ¿qué nos queda para el resto de los mortales? ¿Existe la valentía en el mundo terrenal?
Si la valentía es poner el cuerpo y actuar con miedo, si ser valientes es romper las cadenas de la comodidad en busca de un cambio, ¿por qué nos cuesta tanto valorar los “pequeños” grandes movimientos que damos cada día cargando temores que solo nuestro interior conoce? Aquellos pasos que quizás no son suficientes para llegar a LA salida, pero sí para acercarse. Esas microacciones que se hacen con miedo son también un éxito, porque nos sacan de donde estábamos y nos llevan a otro lugar, tienen un fin.
Tal vez, el éxito, en realidad, consiste precisamente en ser valiente, en lograr ser valientes en cada situación que se nos presenta. Y por eso, a su vez, la valentía, no concierne solamente a grandes actos espectaculares. Valiente también es la mujer que a sus cuarenta y nueve años comienza su primer trabajo. Valiente es ese hombre enamorado que lanza un “Te amo” sin saber si hay agua del otro lado. Valiente es el joven que renuncia a su trabajo en relación de dependencia para embarcarse en los vaivenes de emprender en Argentina. Valiente es el niño que, a pesar de sentir una ansiedad descomunal al estudiar, permanece sentado durante horas frente al libro de Ciencias Naturales. Y valiente, es la mujer con un trastorno de alimentación crónico que decide detenerse en un mundo frenético y ansioso de éxito externo para ocuparse de salvar su mundo interno.
Fui valiente al poner pausa al curso de mi vida para rescatar el soplo de vida que aún quedaba en mí. Entendí que, a veces, avanzar hacia la vida que queremos implica frenar y comenzar por destruir y reconstruir lo interno. ¿Cómo pretendía ir hacia adelante cuando en mi mente se disputaba el reino y lo estaba perdiendo? Por eso, giré y me enfrenté al monstruo que nadie nunca conoció. Lo miré de frente, lo acepté, lo perdoné y lo destrocé. Desnudé sus creencias, me deshice de sus hábitos, lo destroné del reino de mis pensamientos. No fue fácil, pues no es fácil desmantelar lo que somos cuando el ego teme desaparecer. ¿Si no soy eso, entonces qué? El ego quiere retener el escenario que lo parió. Pero lo logré, y el mayor éxito de mi vida probablemente sea haber salido de un trastorno de alimentación que anestesiaba mis emociones y condicionaba mi existencia. Los actos de valentía podrán aplaudirse en el exterior, pero se producen en el interior. El verdadero éxito está en ser valientes en el campo de batalla que llevamos dentro, donde nuestro contrincante no es ni más ni menos que nuestro reflejo.
Cerré esa etapa y ahora una nueva me espera. Tengo miedo, pero ser valiente no es cuestión de suerte. ¿No? No sé qué me espera al zarpar de este puerto, no conozco estos mares. Puede que no llegue a tierra firme, y puede que muchos dedos me señalen. Pero ya crucé un océano, me hundí, floté y nadé. Más cimientos quieren caer, nuevos cimientos me toca construir. La vida es transformación constante, la incertidumbre cuesta, sin embargo, más cuesta quedarse en una comodidad que ha dejado de ser cómoda.
El Starbucks se vació de repente. No sé en qué momento se fue la mujer que estaba sentada frente a mí. Es la una, y los rayos de sol ya iluminan mis brazos. Comienzo a cerrar la computadora cuando el repertorio aleatorio de Spotify vuelve a darme señales del más allá. Miro al jacarandá y nos reímos juntos. La canción se llama “Detrás del miedo” y lo primero que viene a decirme es:
Siento un miedo que me achica, me inunda, me frustra, me atrapa,
Hoy desperté con miedo, miedo a la soledad,
Miedo a olvidar tu voz, miedo a fracasar,
Antes de que pueda autocompadecerme, continúa:
Sopla el viento en la popa,
Lleva a la humanidad,
Vendrán nuevos caminos,
Que tendremos que andar.
Tengo piel de gallina y no hace frío.
Me necesitan valiente, acá estoy.